Llegar a Pasto no es solo una nueva etapa para esta empresa familiar: es un acto de amor, memoria, de herencia. Los Martínez no traen solo pan, traen historia, identidad y corazón de algunas abuelas que, con sus manos firmes y amorosas, moldearon más que comida: forjaron familias, educadas generaciones y mantuvieron vidas cien tradiciones.
Este pan de maíz no está horneado solo con fuego, se cocina pacientemente, con sabiduría ancestral y con el espíritu de la niña Albita, partera de este legado, que enseñó que el trabajo es un juego, que tienes que hacerlo con alegría, con una camisa y un delantal, sin temor a frío o cansancio. Todas las mañanas en Ipiales, a las dos en punto, comienza un ritual que no ha cambiado: muele el maíz, tamice, habla, ríe, recuerda.
Hoy, ese calor del hogar cruza las montañas y se establece en la hierba. Aquí, este pan evoca largas conversaciones, mesas completas, perfume de leña, crema fresca y generosas manos de mujeres que nunca vendieron el mejor pan: lo mantuvieron para compartirlo como familia.
Las Martínez no ha renovado la tradición. Han entendido. La han abrazado. Y ahora nos invitan a todos a hacerlo también, a través de una mordida que no solo alimenta al cuerpo, sino también al alma. Porque este pan conoce la infancia, el hogar, el sur. Él conoce a la abuela así, lo llevó a Pasto, donde muchos ahora lo redescubrieron con asombro. Lo intentan y preguntan: “¿Por qué no sabía esto antes?